lunes, 1 de septiembre de 2008

Fría elegancia de la soledad - Como una perla

Pálida desnudez que la hacía brillar en la penumbra del cuarto de cortinas cerradas.
Eres como una perla, dijo él para hacerla volver a la cama.
No importaba ya, nada tenía más sentido. De pronto, entre el sopor del sudor hecho vapor, el incienso y el cigarrillo, se percató de su error, de todos los segundos que había malgastado regalándolos a alguien que nunca se comprometería, alguien que ni siquiera se ocupaba de vivir. Su vida era más bien una constante muerte, entre sus anemias, vicios, riegos y ataques depresivos, lo más seguro era que un día la llamaran para pedirle que usara un vestido negro por que había sido encontrado con la piel fría y los ojos en blanco en medio de su alcoba.
Ya habían hablado de su cercana muerte, del vestido negro que ella usaría. Pero sabía que lo más probable es que nadie le avisara cuando él falleciera. No tenemos a nadie en común, era cierto, se habían conocido cuando ella le pidió un cigarrillo en una fiesta y a él le llamó la atención el negro de sus cabellos que era como el esmalte de sus uñas.
Vivían en mundos distintos y distantes, discutían a causa de esto constantemente pero algo inexplicable los unía, lo llamaban “la chispa adecuada” y de vez en cuando, siempre que él lo quería, la llamaba para invitarle un café, un café que terminaba siendo una cerveza, que conllevaba a un repaso de las rutinas vividas, de las pocas emociones nuevas, pero siempre a notar que no había seres más distintos que aquellos dos. Luego se iban al departamento de ella, un pequeño cuchitril con el aroma ya impregnado en la pintura de las paredes a incienso y la música hindú resonando en un eco sin final, ahí se metían lo que encontraban: cualquier droga, cualquier licor, para proseguir a desnudarse frenéticamente sin separar los labios de los ajenos ni un momento.
Era como un huracán cuando se encontraban, ya habían recorrido todos los rincones del apartamento. Su lugar favorito, sin duda, era la cocina: jugaban a vendarse los ojos y untarse mermelada, chocolate, miel, mantequilla de maní, o lo que fuera, y luego retirarla con la lengua de la piel del compañero cegado. Luego se bañaban juntos para eliminar lo pegajoso y empalagoso que resta en la piel y por último dormían se secarse, rendidos por la faena de amarse sin descanso.
A veces duraban tres horas en el acto y dormían dos por cada hora amada.
Al despertar él se iba, a veces ella contaba con la suerte de notarlo, otras despertaba sola y adolorida, lo único que quedaba era la mitad de la cama húmeda.
De estas aventuras llevaban dos años, lo que recibían era una felicidad momentánea, después todo regresaba a su lugar.
Ella no era prostituta, pero tenía necesidades que satisfacer, ¿él? Él era simplemente complicado, nunca aprendió a comprometerse y su meta en la vida no era el amor, era una iluminación al estilo Siddharta para dejar de sufrir de una vez por todas.
Aquella tardía noche de temprano amanecer, ella se levantó antes que él por que soñaba una pesadilla.
Se soñó vestida de negro, con medias de red y altos tacones afilados, era tan clara que parecía un retrato en blanco y negro si no fuera por el chocolate de sus ojos.
En medio de una habitación roja vio una caja de muerto, al asomarse notó el cadáver frío de aquel que fuera su amante. Se veía hermoso, con una paz anhelada que la meditación nunca le dio en vida, sus manos olían a tabaco como siempre y ella se sintió de pronto muy triste, lloró como solo en los sueños se llora y despertó con un firme pensamiento: No es mi amigo, no es mi pareja, es lo más cercano que conozco al amor, la satisfacción de mi narcisismo más elemental, si no lo tengo a él no tengo a nadie, y al final del día no lo tengo ni a él.
Se miró al espejo y vio en su reflejo la fría elegancia de la soledad, él era su única oportunidad, lo más cercano al amor que conocía, si él moría ella jamás lo sabría, al despertar él solo haría algo: dejarla como siempre.
Prendió la música y una cítara frenética despertó al compañero.
Eres como una perla, dijo él para hacerla volver a la cama.
En la penumbra él no pudo ver con claridad qué llevaba ella entre las manos, se acercó y le dio un largo beso, un beso diferente, un beso lento que sabía a cariño, a protección, cuando terminó él pudo ver con el reflejo de la luz sobre la blanquísima piel el brillo de un cuchillo de cocina.
Una profecía no cumplida, ella supo muy bien cuando él murió, lo supo por que dejo de mover la mano y se enfrió su piel. Entonces sacó el vestido negro del que había hablado, los tacones y las medias de red y se arregló para ir al funeral de su hombre amado.

3 comentarios:

Carlos Gregorio dijo...

Frenéticamente aperlado, conmovedora la soledad de la única persona, escena que vuelve como si fuera un corto, y otro.

Guardemos entonces estas letras y un vestido negro, que el cuchillo ya está en la alcoba.

Saludos.

Sugar Kane dijo...

Así es Goyette: el cuchillo ya se ha manchado.
Muchas gracias por leer-me.

Catriela Soleri dijo...

"...rendidos por la faena de amarse sin descanso..."

"Se miró al espejo y vio en su reflejo la fría elegancia de la soledad..."

Wow, simplemente arrollador.